Allá por el 2001 llegaba a los cines de Canadá una producción especial: Atanarjuat. Era el primer largo escrito, dirigido y actuado por un inuk, lo que sin duda fue un orgullo para la población indígena del país. Basado en una leyenda Inuit, contaba la historia de un hombre que termina escapando de una banda rival por los congelados escenarios del Ártico Canadiense, donde la temperatura media está entre los 9 y los -23 grados. Si te está dando frío sólo de pensarlo, igual ves por dónde voy con esta introducción.
El caso es que a lo mejor tú no habías oído hablar jamás de esa película pese a haber ganado numerosos premios, pero hay alguien que no sólo quedó prendado de la cinta, sino que además le empujó a saber más sobre lo que le estaba haciendo sentir: "Tiene una escena increíble en la que el actor principal es perseguido desnudo a través del ártico helado, es imposible verlo sin sentir frío". Esa persona se llama Neil Harrison, y además de ver películas extrañas en su tiempo libre, también es neurocientífico.
Luchar contra el frío a través de imágenes
Pese a ser experto en cómo funciona nuestro cerebro, el doctor Harrison de la Universidad de Sussex quedó fascinado con la experiencia. Era plenamente consciente de la existencia del contagio emocional, la razón por la que no puedes evitar asentir con la cabeza mientras otra persona lo hace, o cómo una sonrisa genuina de otra persona empuja a tu cara a imitar el gesto.
"Los humanos son criaturas profundamente sociales y gran parte del éxito de los humanos es el resultado de nuestra capacidad para trabajar juntos en comunidades complejas, esto sería difícil de hacer si no pudiéramos empatizar rápidamente entre nosotros y predecir los pensamientos, sentimientos y motivaciones de los demás".
Sin embargo, más allá de bostezos y muecas, lo que le estaba ocurriendo con Atanarjuat iba un paso más allá. Ver a alguien pasar frío al otro lado de una pantalla le había puesto los pelos de punta. Literalmente. Había sentido un frescor que no se correspondía con la temperatura de la sala, así que le resultó inevitable ponerse a pensar sobre cómo ese contagio emocional podía ir más allá de lo que creía posible.
"Se sabe que las neuronas espejo que se encuentran en partes muy específicas del cerebro se activan cuando realizamos una acción u observamos una acción similar en otras; se ha propuesto que también pueden existir propiedades de espejo más generales en muchas otras áreas del cerebro". ¿Podría realmente una película con un escenario gélido provocar frío? ¿Y si para combatir el frío hiciésemos lo contrario y nos centrásemos en una fotografía capaz de transmitir el calor de un desierto, donde alguien suda bajo un sol abrasador?
El estudio de Harrison colocó a 36 participantes a ver varios vídeos distintos. En todos ellos se veía prácticamente lo mismo, un actor metiendo la mano en agua. La particularidad de cuatro de ellos era que, durante 40 segundos, el protagonista introducía en un contenedor un chorro de agua visiblemente caliente de una tetera humeante. Tras ello, introducía la mano durante 2 minutos y 20 segundos.
En otros, hacía lo contrario. Tras abrir una bolsa de hielo y verterla en el recipiente transparente, introducía la mano en la mezcla frente a lo que a todas luces se evidenciaba como agua muy fría. Sirviendo de grupo de control, el resto de vídeos mostraban al actor metiendo la mano en agua a temperatura ambiente.
El contagio térmico como bufanda virtual
La clave del experimento era que en ningún momento se veía la cara del actor, por lo que la respuesta de contagio emocional no podía proceder de sus muecas de dolor frente al frío o el calor extremo. Además, la temperatura de la sala en la que se estaban visualizando los vídeos se monitorizó de forma lo más ajustada posible para que constantemente se mantuviera en 21 grados.
Lo que descubrió el experimento de Harrison fue que, en cuanto la mano entraba en el agua, la temperatura de las manos de los participantes también variaba. Lo hacía por apenas unas décimas y de forma notablemente más sensible en el caso de los vídeos del agua fría, pero Harrison tenía su respuesta. Sí, podemos modificar nuestra temperatura en base a estímulos externos aunque la temperatura del lugar en el que estamos permanezca estable.
El estudio demostraba que somos seres sociales hasta las últimas consecuencias, y que lo percibido en forma de claves visuales puede terminar enviando las señales correctas al hipotálamo para que modifique la dilatación de nuestros vasos sanguíneos como si esa temperatura realmente hubiese cambiado. La prueba, en cualquier caso, no quedó ahí.
En 2023 se presentaba un trabajo enfocado a los videojuegos en el que, tras poner a la gente a jugar en un mundo de fuego o controlando manos de fuego o hielo en realidad virtual, la percepción de calor o frío modificaba también la temperatura corporal de los sujetos. No es que de repente te pongas a sudar, pero sí se aprecia un confort térmico en el que el cuerpo responde a ese estímulo para intentar adaptarse a él.
De forma menos interactiva, pero con unas condiciones aún más extremas, un estudio japonés colocó a varias personas en una sala de cine mientras, durante 80 minutos, fue reduciendo la temperatura de la sala de 28 a 16 grados. Proyectándose vídeos calientes en los que se veían desiertos, lava y demás imágenes que evocasen calor, la medición de sus temperaturas corporales se mantuvo estable pese a que el frío inundaba cada vez más la sala.
Si bien es cierto que no te va a ayudar a correr por el Ártico Canadiense sin ropa sin que sientas frío, los estudios sobre el contagio térmico demuestran que esa realidad existe y que, aunque siempre será mejor un buen abrigo o una calefacción, ponerte una película que muestre el calor de África o jugar en un nivel plagado de lava y fuego puede convertirse en una bufanda virtual que regule tu temperatura corporal.
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