Los 320 kilómetros por hora del tren bala japonés es una cifra de récord. Una que de la mano de vías de levitación magnética e infraestructuras cada vez más revolucionarias, es muy probable que pronto se nos quede hasta corta. Pero incluso cuando eso pase, habrá una particularidad de la alta velocidad que siempre nos resultará chocante: los cinturones.
Los llevamos en el coche, los llevamos en el avión, e incluso cuando las motos se acercaron a la posibilidad de acercarse más a los vehículos de cuatro ruedas, el cinturón también hizo acto de presencia. Resulta sorprendente que frente a una alternativa a medio camino entre unos y otros por su velocidad, allí el cinturón no sólo no esté, sino que tampoco se le espere. Puede que lo más común detrás de esa dicotomía sea pensar que se están ahorrando dinero, o que la baja siniestralidad de los trenes sirva de excusa para no invertir en ello. Es más raro, en cambio, que pensemos que lo hacen por nuestro bien.
Sin embargo, todas las respuestas son correctas. Sabemos que la posibilidad de un choque frontal entre dos trenes, a diferencia de lo que ocurre con los coches, es prácticamente nula. Que si hay un accidente suele ser por descarrilamientos o por algún inconveniente que genere un efecto acordeón entre vagones. Visto así, la idea de un cinturón resulta más problemática de lo que parece.
Los estudios realizados al respecto certifican que la libertad de movimiento en el tren es preferible frente a un entorno capaz de deformarse dejando a las personas aún más atrapadas, y que en caso de incendio o humo, los cinturones dificultarían una evacuación lo más ágil y ordenada posible. Sin embargo, ni siquiera eso es lo más peligroso de todo.
Ante la posibilidad de incluir cinturones en un tren, lo más probable es que no todo el mundo esté abrochado en caso de imprevisto. Esa situación plantea la posibilidad de que el pasajero que va suelto salga despedido hacia delante, chocando contra quienes sí podrían estar anclados en el cinturón. El resultado es un choque doble que, con pruebas a escala real y simulaciones, demostraban que el uso del cinturón podría llegar a ser contraproducente, demostrándose con las pruebas que a cualquier posible beneficio que pudiese sumarse, habría que añadir el golpe sobre la espalda y la cabeza que supondrían esos pasajeros impactando a gran velocidad.
Una excusa perfecta para ahorrarse dinero, claro, ya no sólo en la instalación de esos anclajes, sino también en el rediseño de unos asientos que tendrían que cambiar por completo para permitir la inclusión de cinturones. Un dinero que, evidentemente, ha ido destinado a otras medidas de seguridad más lógicas frente a los posibles inconvenientes del tren, desde los diseños de los vagones para facilitar evacuaciones hasta la resistencia de la estructura y el propio mobiliario o los avances en control de tráfico ferroviario. Digamos que, en cierto sentido, no hay cinturón porque hay otras medidas de seguridad. Unas que, aunque no se vean a simple vista, terminan siendo más útiles.
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